Asistimos estos días, con grandes celebraciones, al vigésimo aniversario de la caida del Muro de Berlín. Muy pocos acontecimientos pueden, como este, considerarse como positivos por todo el mundo, salvo los tarados recalcitrantes de siempre, como aquellos que le dieran el doctorado honoris-causa a Eric Honecker unos meses antes de la caída de su régimen (manda... que diría Trillo). La caída del muro simboliza ante todo el fin de aquellos horrendos regímenes comunistas que devastaron la Europa oriental durante tantos años. No es exagerado decir que "devastaron", pero por encima deterioro económico, demográfico y estructural que ocasionaron, su labor destructiva se cebó ante todo con su cultura, amalgama de su sociedad y de su identidad nacional. Como en la novela de Orwell, 1984, estos regímenes ponían al Estado, alter-ego de su despótica voluntad, en el papel de Dios y la verdad, o la realidad, eran tan sólo aquello que convenía a sus intereses. Destruyendo lo más elemental de una sociedad, sus tradiciones, su religión y su cultura, dejaban libre el espacio que el Estado habría de ocupar.
Pero lamentablemente la caída del muro no nos ha librado completamente de esta manía de cambiarlo todo y experimentar con todo. Muy al contrario, la caída de estos experimentos de nueva sociedad, gracias a su propia inconsistencia y a la resistencia de los estados occidentales de tradición cristiana y democrática, parece haber inoculado en estas sociedades aparentemente victoriosas el mismo germen que acabó con aquellos.
Todo en nuestra sociedad parece un experimento, cuando todo en ella estaba inventado antes y funcionaba y nos permitió, entre otras cosas, este éxito que ahora conmemoramos. Las leyes penales parecen configurar un experimento para averiguar si los asesinos y violadores se pueden reinsertar, del que todos los que no tenemos escolta formamos parte como conejillos de indias. Los cambios en el sistema educativo parecen diseñados para observar si una sociedad de iletrados puede prosperar. La ética, las leyes, los valores, todo se cuestiona y relativiza, adaptándose al interés del momento, y todo cambio es percibido como positivo por naturaleza. La labor destructiva que se ejerce sobre los valores culturales y la forma de vida familiar tradicional en la Europa moderna no tiene nada que envidiar a la llevada a cabo por los regímenes totalitarios comunistas del siglo pasado. Más bien al contrario, resulta mucho más efectiva al estar revestida de una aparente libertad individual que esconde una imposibilidad real de discrepancia pública con el pensamiento único, que se impone por la fuerza de la autocensura. Resulta mucho menos visual que tener una balloneta pinchándote en la espalda, pero es mucho más dañido pues es el propio individuo el encargado de limitar su libertad.
Veinte años después cabe preguntarnos quién ha ganado realmente.
Pero lamentablemente la caída del muro no nos ha librado completamente de esta manía de cambiarlo todo y experimentar con todo. Muy al contrario, la caída de estos experimentos de nueva sociedad, gracias a su propia inconsistencia y a la resistencia de los estados occidentales de tradición cristiana y democrática, parece haber inoculado en estas sociedades aparentemente victoriosas el mismo germen que acabó con aquellos.
Todo en nuestra sociedad parece un experimento, cuando todo en ella estaba inventado antes y funcionaba y nos permitió, entre otras cosas, este éxito que ahora conmemoramos. Las leyes penales parecen configurar un experimento para averiguar si los asesinos y violadores se pueden reinsertar, del que todos los que no tenemos escolta formamos parte como conejillos de indias. Los cambios en el sistema educativo parecen diseñados para observar si una sociedad de iletrados puede prosperar. La ética, las leyes, los valores, todo se cuestiona y relativiza, adaptándose al interés del momento, y todo cambio es percibido como positivo por naturaleza. La labor destructiva que se ejerce sobre los valores culturales y la forma de vida familiar tradicional en la Europa moderna no tiene nada que envidiar a la llevada a cabo por los regímenes totalitarios comunistas del siglo pasado. Más bien al contrario, resulta mucho más efectiva al estar revestida de una aparente libertad individual que esconde una imposibilidad real de discrepancia pública con el pensamiento único, que se impone por la fuerza de la autocensura. Resulta mucho menos visual que tener una balloneta pinchándote en la espalda, pero es mucho más dañido pues es el propio individuo el encargado de limitar su libertad.
Veinte años después cabe preguntarnos quién ha ganado realmente.